Se avecinan tiempos difíciles. No lo decimos porque, tras el último domingo del año litúrgico, haya comenzado el tiempo que la Iglesia denomina Adviento. Tampoco lo hacemos por aludir a la novela “Tiempos difíciles”, que Charles Dickens publicó en 1854 por entregas -era una fórmula habitual en la época, Juan Valera utilizó la fórmula con frecuencia- en la revista Household Words. Nos referimos a que la Navidad que tenemos en puertas es un tiempo que la sociedad de consumo ha convertido en una época propicia para los regalos. Se  los hacen las familias. Se cruzan entre particulares. Es habitual que las empresas obsequien a sus trabajadores y clientes. También hay organismos públicos -ahora mucho menos que en los años del jolgorio- que regalan por estas fechas. Uno de los regalos más comunes en esta época del año, sobre todo en el ámbito laboral, son las llamadas cestas de Navidad. Las hay para todos los bolsillos, según puede verse en los amplios catálogos que se confeccionan ofreciendo el producto. Las encontramos desde aquellas que podemos considerar elementales, tanto que ni cesta tienen y su contenido se eleva a unos cuantos euros, hasta las de mucha categoría y su contenido es espléndido. En un gran número de empresas se tiene establecido un listado de las cestas que han de regalar en función de la importancia del regalado o de la relación existente con el mismo. El número de cestas es tal que hay numerosas empresas dedicadas a su confección en las que trabajan en estas semanas muchos miles de personas y se facturan cientos de millones de euros porque ahora cobra mucho cuerpo el practicar la “elegancia social del regalo”, como se decía en un anuncio con que nos bombardearon hace ya algunos años una importante cadena de almacenes con el que nos incitaba a regalar en Navidad.

Ante esta coyuntura, ¿qué hacer cuándo se recibe una cesta de Navidad? ¿Hay que rechazarla y devolverla con una nota de agradecimiento? ¿Entregarla a un banco de alimentos? ¿Darla a una Organización No Gubernamental para que, suponemos, se le dé un uso adecuado? ¿Nos quedamos con ella? ¿El que la regala está sobornando al regalado? ¿Estamos aceptando al recibirla una dádiva comprometedora? ¿Hay un asomo de corrupción en la aceptación?  ¿La corrupción está en quien la envía? ¿Rechazarla o aceptarla estaría en función de la categoría de la cesta en cuestión? ¿Hay corrupción cuando es la pezuña de los jamones ibéricos la que se deja ver bajo el glamuroso envoltorio? ¿No han de tenerse reservas cuando se trata de una tableta de turrón, una lata de conservas y una botella de vino peleón? ¿Hemos de tenerla presente a la hora de hacer nuestra declaración a Hacienda?

No se trata, aunque alguien lo piense, de una cuestión baladí, ni de una humorada, al estilo de las que componía Ramón de Campoamor, aunque algo de humor he de admitir en esta columna. Pero, como digo, no es una cuestión baladí. En España somos muy dados a dejarnos llevar por lo que ha sido denominado como ley del péndulo; es decir, pasar de tener lo que popularmente se denomina una manga ancha, a exhibir un puritanismo de vía estrecha, propio de los rigorismos integristas. Ese vaivén extremoso nos está llevando a situaciones que rozan el ridículo. Por eso este tiempo, de cestas de Navidad, se ha convertido en un tiempo peligroso.

(Publicada en ABC Córdoba el 7 de diciembre de 2016 en esta dirección)

Deje un comentario